Rebeca propuso ir de cuevas. Excepto una visita a Gaping Gill, en Inglaterra, gracias a Julia, llevaba un año sin pisar cueva. Se me estaban olvidando la espéleo y sus sensaciones. Si Lorena no se apuntaba, yo lo haría.
Semana lluviosa, muy lluviosa. Todo cargadito. Rebeca tira de contactos y nos ofrecen una visita semiturística con sorpresa. Y por eso no hablaré de lugares ni de personas; ya que nos han ofrecido un privilegio, queremos que siga siendo un privilegio para los demás afortunados.
Cueva conocida (de hecho, era mi segunda visita). Nos guían desviándonos del camino principal hasta alcanzar zona de exploración. Va ganando belleza. Mucha humedad por las lluvias, bastante barro. No importa; sigo siendo el más limpio y mis compañeros se burlan de ello. Envidiosos.
Una galería llena de formaciones de miles de formas y colores, desde excéntricas blancas inmaculadas a coladas rojas y naranjas. Gours llenos en el suelo. Echaba esto de menos. Ni siquiera el hambre me devuelve la noción del tiempo. Nos hemos mojado, manchado, golpeado y cansado para llegar hasta aquí, pero esto no lo hay en la calle. Y hay quien sigue preguntándonos por qué nos gusta la espéleo.
Tras un pequeño descanso nuestro anfitrión nos ofrece un privilegio: muchos de los recovecos que salen de la galería que hemos visitado están sin explorar. Y me pregunta si quiero instalar un pozo. Incluso me da todo el material necesario.
Lo de menos es que el pozo apenas pasaba de 20 metros, y en su base no habría mucho más de eso en horizontal. Lo importante es que volví a ser el primero en pisar donde nadie había pisado antes. Nunca. Seguro. Nadie puede decir eso hoy en día, salvo los astronautas y los espeleólogos. Y eso, si no hay marcianos cerca...
Todo un privilegio.
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